jueves, 29 de mayo de 2025

Los niños después del coro

Suenan voces en la iglesia. Son salmos que elevan los ánimos de la parroquia, que exaltan los sentimientos de la comunidad. Las almas de los presentes se zarandean siguiendo la cadencia que marcan las melodías del coro de voces blancas que esta mañana canta en la misa. Dentro de unos años tendrá otros integrantes. Se trata del eterno ciclo de reinvención de los coros de niños. Cuando la madurez alcanza su aparato fonador, se convierten en pájaros que vuelan a otros quehaceres. Es habitual que esta metamorfosis lleve aparejada una cruel bienvenida a la adultez. No solo la voz ha mutado en una versión desmejorada de uno mismo. Son arrebatados de su más preciado tesoro, la ingenuidad. La vida se deshace de su mascarada para mostrarse tal y como siempre había sido, pero apenas intuyeron. 

Al terminar la misa, los coristas se reúnen con el director para hacer un repaso de la actuación, dedicando más tiempo a señalar los pasajes en los que tienen mayor margen de mejora. Cuando han acabado, se deshace el grupo, y cada uno se dirige a su casa o busca la mirada vigilante de sus padres, si es que han venido a escucharles. Es en ese momento, cuando Marta se queda unos segundos junto al director. ‘No encontramos a Fran’, dice en voz baja. ‘No sé si te has dado cuenta, pero cuando nos has dado la charla ya no estaba’. El director, profesor de instituto acostumbrado a tratar con niños, intenta calmar a Marta. ‘Tranquila, se habrá ido con sus padres después de la última canción’. ‘No creo, mira, allí están sus padres esperándolo’, apuntilla la pequeña.

Un señor jubilado, madrugador donde los haya, se sienta en un banco a tomar un respiro. Ha exprimido la mañana del domingo como pocos. A las seis ya estaba en la cocina preparándose el desayuno, un café con barcos de pan duro. A las seis y veinte se secaba la cara después de lavarla con agua fría y se daba dos gotas de colonia en el cuello. Ya en el descansillo, se ataba los cordones de las zapatillas deportivas y cerraba la puerta de casa con dos vueltas. A las ocho estaba lejos, muy lejos de su casa. Apenas despuntaba el día y él llevaba hora y media andando sin descanso. En el bar del muelle se tomó un segundo café y pasó distraído las páginas del periódico. Pagó y puso rumbo a su casa. En el camino de vuelta compró una barra de pan. A las once, ya en el pueblo, cuando se empezaba a intuir el edificio donde vivía, se paró en ese banco. Repasó de cabeza sus citas de la semana próxima. Un médico el miércoles, el reumatólogo, y un concierto el viernes en el auditorio municipal. Le esperaba una semana sin sobresaltos.

‘Señor, ¿qué hora es?’, pregunta un niño con la respiración agitada. El hombre giró su muñeca izquierda, haciendo resbalar el reloj hasta sobresalir de la manga de la chaqueta del chándal. ‘Las once y cinco. Y, aunque no te lo creas, ya me ha dado tiempo a dar un paseo de tres horas que me dejará en el sofá después de comer un buen rato. La batería no me dura como antes, pero, ya es bastante, ¿no crees?’. ‘Gracias, señor’, suelta Fran antes de salir corriendo por el camino que lleva a la estación de tren.

‘Bueno, no tienen de qué preocuparse, pero no encontramos a Fran. Marta me ha avisado al terminar el concierto de que él ya no estaba. No sabemos dónde ha podido ir. En realidad, ha sido al terminar la charla cuando me ha dicho que no estaba, pero ella se dio cuenta de que ya no estaba cuando la empezamos. Al terminar, aprovechando que estamos en caliente, me gusta que hablemos de cómo ha ido la actuación’. Los padres digieren como pueden las palabras del director. Sin duda, podrían haber sido más acertadas. Es difícil estar a la altura de los guiones de Hollywood que con precisión y sin titubeos expresan las emociones más complejas. Sin embargo, es extraño que las personas corrientes en estas situaciones, en contra de lo que sucede en la ficción, hagan gala de una lengua ágil y una literatura memorable.

La estación no tiene tornos en los accesos. Una máquina para dispensar billetes de manera desatendida y la buena fe de que no te cueles. Solo hay una línea operativa los domingos y pasa cada hora. El próximo tren parará en la estación en veinte minutos. Podría haber sido peor. Fran lleva el dinero suficiente para no infringir las normas y saca un billete de ida hasta la última parada de la línea. Se apresura en ponerse en la zona más alejada de la entrada en la estación para pasar desapercibido. Si sus padres acertasen hacia dónde ha huido les daría tiempo a llegar antes de que se suba al tren.

Los padres consiguen mantener la calma y piensan en los siguientes movimientos. Lo primero es avisar a la policía. Después, convocan a las personas que todavía están a la salida de la iglesia para pedirles ayuda. La mayoría se ofrecen para buscar en las inmediaciones. Quienes no conocen a Fran escuchan cómo la descripción de la madre: el color de su pelo, la ropa que lleva, su lunar sobre el labio. Entonces comienza la batida. Llama la atención la tranquilidad con la que todo se desarrolla. No hay escenas de gritos desconsolados ni de ataques de ansiedad. Marta se une en la búsqueda junto a sus padres. Aunque no tenga más información que el resto, se siente culpable por haber sido ella quien ha desencadenado todo.

El tren pasa más tiempo parado que en marcha. Es la seña de identidad de los trenes de cercanías que se detienen en cada pueblo y que apenas aceleran a la salida de la estación, ya están reduciendo la velocidad porque se aproximan a la siguiente parada. Fran sigue concentrado en no llamar la atención. No es extraño ver a un niño de su edad solo en un tren pero tampoco pasa por ser lo más común. Así que evita mirar a los ojos del resto de pasajeros, sobre todo por miedo a encontrarse con alguien conocido. Él quiere mantenerse anónimo hasta que llegue a su destino.

El equipo de búsqueda que se ha formado de manera improvisada para buscar al niño avanza y se dispersa en todas direcciones con la intención de encontrarlo lo antes posible. En este tiempo donde abundan las series basadas en crímenes reales es saber popular que las primeras horas son clave. Una de las madres de los compañeros del coro se está encargando de preguntar a quienes pasan la mañana en el parque que hay junto a la iglesia. Un señor vestido con un chándal se acaba de levantar en dirección a su casa cuando ella le pregunta: ‘¿Ha visto a un niño con el pelo castaño vestido con vaqueros y camiseta blanca?. El señor no entiende bien la pregunta, hasta que cae en el chiquillo que hace un rato le ha preguntado la hora. ‘Sí, hará una media hora, sobre las once, un niño como el que dice me ha preguntado qué hora era?. ‘¡Venid aquí! ¡Este señor ha hablado con Fran hace poco!’. El entusiasmo dura poco, hasta que el hombre añade que no hablaron nada más. Él se quedó en el banco descansando porque venía de dar un paseo muy largo y el niño se fue corriendo después de dar las gracias.

Un coche de policía acababa de llegar y los agentes se estaban presentando al director del coro cuando recibieron la noticia de que alguien había visto a Fran después de la misa. Uno de los agentes se dirigió rápido hacia el lugar del que venía la esperanza. Interrogó al señor, que ya estaba cansado de tanta interacción social. No se había levantado a las seis de la mañana para ser el centro de atención. ‘No seré yo sospechoso o algo de que no aparezca, ¿no?’, preguntó cuando le invitaron a que estuviese disponible a lo largo del día por si hacía falta que fuese a comisaría a prestar declaración. ‘En principio, no, puede usted comer tranquilo y echarse la siesta. Solo le pedimos el teléfono por si la búsqueda no finaliza de la mejor manera y tenemos que hablar con usted una última vez para dar forma al informe. Pero, esperamos no tener que llamarlo’. 

Ajeno a todo el jaleo que se ha formado en el pueblo, Fran llega a su destino. Tira el ticket al salir de la estación y entra en la panadería que está en la esquina. Compra un barra de pan y una napolitana de jamón y queso. Escaparse da hambre. Está más tranquilo que cuando inició su huida. Aquí nadie le conoce. Come el bollo mientras pasea junto al río. Se ha nublado el cielo pero todavía no llueve. Hay puestos de productos artesanales y de ropa en el paseo del río y se entretiene mirando las camisetas de fútbol del top manta.

Los padres de Fran ya han hablado con la policía. Como no tiene móvil, no pueden rastrear de ninguna manera dónde está, pero les transmiten la tranquilidad que necesitan en este momento. Es un niño sociable, no es problemático, no tiene antecedentes en el colegio de maltrato y, lo más importante, hace una hora estaba en el pueblo, así que muy lejos no ha podido ir. Manejan la hipótesis de que se está escondiendo por algún motivo que desconocen pero que volverá a casa cuando tenga hambre. Es una rabieta que ha ido más lejos de lo habitual pero que no tendrá mayores consecuencias. Está claro que esto es más fácil de decir para los agentes que de escuchar para los padres. Sin embargo, se mantienen coherentes con su primera decisión, mantener la calma.

‘Hola, vengo a ver a mi abuela. Se llama Remedios Pérez’. ‘Espera un momento, voy a preguntar dónde está’. En la entrada a la residencia hay un par de butacas pero prefiere esperar de pie. No tarda en hablarle de nuevo la recepcionista. ‘Está en el patio con las amigas, ve con ella’. Fran está nervioso, sabe que ha hecho algo mal. Al mismo tiempo, siente que donde está, con su abuela a su lado, nada malo puede pasarle. Se siente nervioso pero a salvo. Le coge la mano a su abuela, que estaba en duermevela sentada en su silla de ruedas. ‘Abuela, no quiero hacerme mayor’, dice sin preámbulos y la abraza.

‘Lola, no te vas a creer lo que me ha pasado hoy de la que volvía del paseo. Ha desaparecido un niño y resulta que yo soy el último que lo ha visto. ¿Te puedes creer? Era un chaval normal, trece años o así. No sé si habrá alguna noticia publicada en el diario sobre el tema. Igual es pronto’. La perra ladra y agita la cola, contenta de ver a su dueño de nuevo.

‘Me da miedo hacerme mayor, abuela. No quiero que me salga barba. El otro día estaba en un ensayo con el coro y me salió un gallo. Eso es que me está cambiando la voz. El año que viene no podré cantar en el coro de niños, me pondrán con los mayores. Y me da rabia, abuela. ¡No quiero hacerme mayor de repente!. ‘Cariño, dímelo a mí, que me cambió la voz ya varias veces. No debes estar triste, hacerse mayor es un viaje precioso’.

miércoles, 12 de marzo de 2025

Despedida

Dejo mi puesto de trabajo a alguien que lo aprecie. De un tiempo a esta parte he pasado de valorarlo a pensar en él como el principal motivo de todos los males, ya no solo míos, sino del mundo. He resuelto que lo mejor será adelantarse a la previsible explosión no controlada. Así me ahorro ser recordado como aquel que un día entró en combustión, sentado sobre la silla, mirando la pantalla del ordenador con apatía, e hizo venir a los bomberos para evitar que el fuego tomase todo el edificio.

La opción de elaborar una despedida más acorde al ámbito de la empresa, unos párrafos ampulosos hablando de lo humano y de lo divino agradeciendo a todos su labor en estos años y poniendo de relieve su papel en mi crecimiento personal, la deseché pronto. Como un profesor dijo en su día parafraseando a alguien, aunque seguramente esto fuese una licencia estilística, “una excusa es una equivocación bien vestida”. Los días en los que la sonrisa era mi carta de presentación al llegar a la recepción quedan lejos. Porque está claro que los hubo, que mi relación con mi puesto no ha sido insoportable desde el principio, responde a un proceso de maduración y desencanto con la canónica estructura en tres actos de fascinación, comodidad y desapego.

Fascinación
Los muebles son relativamente nuevos, están en buen estado, y el equipamiento informático es de gama alta. Hay café y otras bebidas a disposición de los trabajadores, además de fruta variada. El clima laboral es cordial y las responsabilidades están en consonancia con el sueldo. Todo proceso es nuevo y desafiante. Aprendes a trabajar con nuevos programas informáticos, las jerarquías de poder, las manías y las miserias de los compañeros.

En comparación con experiencias anteriores, este trabajo tiene sus ventajas, como la flexibilidad horaria y las horas extra remuneradas. Tengo opción de aparcar el coche en la puerta y si algún día siento un par de horas antes de que llegue el momento de terminar la jornada que estoy de más, puedo irme a casa y empeñar ese tiempo en tomarme una caña o preparar la comida. Idealizas a algunos compañeros atribuyéndoles cualidades extraordinarias, su pasión te fascina y en parte se contagia. Das crédito a las proclamas del jefe apelando al esfuerzo y la excelencia.

Eres el primero en postularse cuando el jefe de departamento busca un voluntario para la tarea que nadie quiere hacer. Incluso, se da el caso, de que cuando te piden el favor de pasar una tarde por un comercio del centro para hacer una compra para la empresa ni te planteas que has caído en su trampa. Te tienen como quieren, anestesiado por ese clima de buen rollo que te somete sin que seas consciente.

Un ejemplo más. Coges tus primeras vacaciones en la empresa y en el parking del aeropuerto recibes una llamada del trabajo. Sin dudar, coges el teléfono y olvidas durante el tiempo que haga falta que estás de vacaciones.

Comodidad
La silla se ha hecho a la forma de tu culo. El reposabrazos baila y por desidia no ajustas el tornillo que hace falta para que quede como es debido. Asumes que algunos problemas del día a día, insignificantes por lo general, tomen el cariz de irresueltos y, aunque se vuelva sobre ellos una y otra, y una y otra vez, nunca acaben por solucionarse. Los procesos de trabajo y las tareas se automatizan a tal extremo que ahora la novedad se evita para no poner en cuestión la apacible calma. Descubres los vicios de los que se sientan a tu lado. Si alguna tarea no se resuelve en tiempo y forma se relativiza el fracaso. No va la vida en ello, la próxima saldrá mejor. Y si no es así tampoco es para tanto, la medianía es un estado mental apacible en el que rara vez se sufre.

Por fin eres consciente de que ninguno de tus compañeros estará nunca en la carrera por el Nobel. Son gente corriente sin ningún atributo extraordinario y, si me apuras, a pocos les dedicarías tu tiempo si no te estuviesen pagando por hacerlo. Son un paisaje humano confortable por lo conocido. Es la mera repetición lo que les ha hecho tolerables.

Desapego
Te sientas frente al ordenador y en una mañana de trabajo abres la página de El Diario Montañés diez veces, aunque sea para constatar que no ha pasado nada. Las palabras del amado líder ya no las aceptas a pies juntillas y cuestionas su sentido. Piensas en lo difícil que es promocionar y en que ahora haces más cosas que las que deberías por lo que cobras.

Te duele una muela y agotas todo resquicio legal para poder ausentarte aunque sean unas horas. Escurres el bulto y escaqueas tus responsabilidades en cualquiera. Un día el despertador falla, llegas dos horas tarde y no te pones ni un poco colorado.

A propósito de las fruslerías en el comedor, no son más que un ardid para ganar tus favores. La fruta más barata del mercado, el peor café del universo. Aunque siempre puedes hacértelo tú mismo, ¿no? Sí, y convertirte en el camarero encubierto de la oficina. Mejor abrevarse con la pócima de otros.

Lo dicho, lo dejo, ya he dado lo mejor de mí en esta empresa. Espero que la persona que ocupe mi puesto tarde menos en completar el ciclo fascinación-comodidad-desapego y ponga sus energías en otro empleo.

miércoles, 5 de marzo de 2025

AETP

Los cautivos esperan el momento en que les llamen a capítulo. Presuponen que después de cruzar la puerta de la celda donde están hacinados les conducirán a un lugar en el que pondrán fin a sus vidas. Esto concluyen porque nadie ha vuelto después de ser reclamado por los cuidadores, porque nadie en el exterior -pues tienen derecho a comunicarse con sus seres queridos- ha sabido de ellos allá fuera, ese mundo que parece ahora tan remoto.

Las dimensiones de la celda son razonablemente grandes si la ocupasen un número cabal de personas y no las veinte, llegaron a ser veintiséis, que ahora están. Todos son esquiroles del sector del transporte, que lleva semanas en huelga y castiga sin piedad a quienes dudan de la causa.

Han llegado a la celda desde distintos lugares, pero la manera en la que lo han hecho ha sido casi idéntica. Desoyendo la circular del sindicato salen a trabajar de buena mañana. Recogen la mercancía en su origen y se dirigen a su destino. Entre esos dos puntos un piquete les obliga a detenerse. Entre improperios y empujones les obligan a bajar de la cabina del camión. Ya en tierra firme, reciben un fuerte golpe, a veces más efectivo que otras y con la conciencia al mínimo, son introducidos en una furgoneta (hay varias por toda España destinadas a este fin) y son conducidos con los ojos vendados a las coordenadas del lugar donde los tienen cautivos.

Una vez al día tienen un máximo de diez minutos para hablar por teléfono. Los presos dicen en voz alta el teléfono al que quieren llamar, los vigilantes confirman la pertinencia del número y marcan. En una esquina está el teléfono desde el que hablan. Es de admirar el silencio en la sala durante las más de tres horas de llamadas (diez minutos por veinte personas, doscientos minutos). Los retenidos empatizan entre sí, saben que transmitir cierta tranquilidad al exterior es importante para sus interlocutores. Al mínimo que hablasen entre sí, en ese lugar sería imposible mantener una conversación telefónica, con las habituales fallas de estas comunicaciones, que si ahora te oigo peor, que qué has dicho, qué jaleo hay por allí, ¿no?

La escasa higiene empieza a hacerse notar. En el cuarto donde están encerrados tienen una letrina y un plato de ducha. Siempre están ocupados. Cuando eran veintiséis había quien no resistía y meaba en la ducha por imperioso reclamo de la vejiga.

En la puerta de acceso hay una trampilla a través de la cual reciben la comida, que se reparte dos veces al día. Llegan bolsas, el mismo número que reclusos, y cada uno se las administra. Por la mañana es siempre un café con galletas y una pieza de fruta. A mediodía un táper con la misma cantidad de rancho para todos, un trozo de pan y agua. A la noche no reciben nada. Los restos tienen que tirarlos en un cubo de basura que vacían todos los días a la hora de apagar la luz. Acercan el cubo a la puerta, esta se abre y lo dejan fuera. Por cuestiones de seguridad hay una puerta, un descansillo y una segunda puerta. Es una medida preventiva que toman los raptores cuando retiran el cubo y cuando citan a los camioneros. Hay un sistema de megafonía con el que se comunican con ellos. Para preguntarles por el número al que quieren llamar y para requerirles para esa última cita cuyo propósito es incierto.

Algunos de los retenidos no atina a calcular cuántos días lleva allí. En cualquier caso, no pueden ser más de dos semanas pero en ese tiempo hay quien ya ha empezado a perder algo de apego con la realidad. Pasar los días sin un quehacer le condena a uno a divagar y pervertir cualquier pensamiento, que en su nacimiento tuvo un sentido pero con la suma de derivadas, conjeturas y subordinadas pasa a ser una abominación.

Un vigilante ha accedido a revelar qué les ocurre cuando salen de la celda. Al otro lado les espera su pareja en una sala con tres sillones. Cuando el caminero, todos son hombres, ocupa su sitio aún queda uno libre. La emoción desborda al liberado, lo peor ha pasado, o eso piensa. Alguno se pone en lo peor, teme que su pareja esté en la misma penosa situación que él. Esta idea le dura poco, pues recuerda que ha hablado con ella estos últimos días. Recobra la felicidad pero queda un resquicio de duda. Entonces qué hace aquí tan tranquila.

Su condición de disidentes con las directrices del Sindicato Horizontal del Transporte (SHT) no era la causa de haber sido apresados. Todos, los veinte que quedan y los veintiséis que llegaron a ser, son puteros. La Asociación de Esposas de Transportistas Puteros (AETP) vieron alinearse los astros el día en que las noticias reseñaban las confrontaciones entre quienes secundaban la huelga y quienes no. Se hicieron con unas cuantas furgonetas de alquiler siguiendo unos sencillos pasos por internet y salieron a la carretera. Aquellas que no tenían hijos se ofrecieron voluntarias. Sumaron como fuerza bruta para acometer los secuestros a los miembros de una asociación con la que la AETP tiene una estrecha relación. La Asociación de Bares de Carretera (ABC). Hartos de cómo dejan los baños, de las veces que les han traicionado por un bocadillo de una estación de servicio, pero sobre todo simpatizando con las razones de la AETP para urdir el plan.

Este binomio secuestró y retuvo contra su voluntad entre el 10 y el 23 de marzo a: Juan, Javier, Carlos, Higinio, Alberto, Sergio, Juan Manuel, Ricardo, Honorato, Roberto, Pablo, Alfredo, José Carlos, Felipe, Manuel, Roberto Carlos, Francisco, Samuel, Santiago, Álvaro, Ignacio, José María, Raúl, Salvador, Esteban y Pedro.

Una vez estuvieron todos allí reunidos han empezado a desfilar de a uno. Un poco como el paseo de la vergüenza cuando ya de mañana la ciudad despierta y los que vuelven a casa después de pasar la noche en vela tienen que manejar esa situación de ir a contracorriente, de ser señalados. Aunque, claro está, esto no lo saben, apostilla el vigilante, ellos creen que van a morir.

Una prostituta se sienta en el sillón desocupado. Por lo general, no la reconocen, pues no es su costumbre ceñirse a una sola. El rapapolvo es antológico. Más allá de como evidencia física, la puta suele tomar la palabra y dejar por los suelos a Carlos, Higinio, José, Juan, quien sea. Algunos casi hubieran preferido que fuese la muerte la que aguarda tras la puerta.

Ya han pasado seis por este proceso previo a la liberación y el pastel aún no se ha destapado para los cautivos. La AETP se muestra exultante ante el éxito de su plan. Esperan haber finalizado para mediados de abril. Al ritmo de un marido al día, antes de Semana Santa todo habrá terminado. Esperan sirva de escarmiento.

viernes, 10 de enero de 2025

Némesis

Desconfían la una de la otra. No pasa un día sin que despierten con la inquietud de qué es lo que piensa la contraria. Las gemelas aún viven juntas. Comparten hogar con sus padres, mayores pero autónomos. Ambas trabajan, así que no es el dinero el obstáculo para dejar la casa familiar. El motivo es que no se fían la una de la otra y quieren vigilarse de cerca. En las comidas en las que comparten mesa se sientan frente a frente.

Nacieron un día extraño, un quince de agosto en el que cayeron del cielo bolas de granizo del tamaño de cerezas. Un día después, los termómetros llegaron a los treinta y cuatro grados. Tal vez, fue esta llegada al mundo con tanto contraste meteorológico lo que las dejó destempladas para siempre. Esquivas con los demás desde su primer día en el colegio, solo se aguantaban la mirada entre ellas. Sin embargo, esto no respondía a la esperable amistad fraterna propia de quienes comparten vientre. No se tragaban. Tardaron poco en darse cuenta. El día en que su madre les dio un helado a cada una, ya concluyeron que si la otra no estuviese tendrían el doble de helados, el doble de ropa, de atención, de cariño, de todo.

Las gemelas trabajan en el Mercado de México. En una frutería y en el servicio de limpieza. Llevan veinte años sin llamar la atención, cada cual con sus labores, sacando adelante el día a día en la plaza. Los habituales las conocen por lo que son, las gemelas, pero son tan ramplonas que si un día intercambiaran sus trabajos nadie se daría cuenta. Aún con todo, en lo laboral funcionan y sus puestos nunca han corrido peligro. Veinte años de mecánica repetición, de cojo la fruta, peso la fruta, cobro la fruta; de barro el suelo, friego el suelo.

Alguna amistad tienen, cada una las suyas, pero se da una situación curiosa. Fuera de sus trabajos, vestidas de paisano, apenas son distinguibles. Nadie las saluda por no caer en equívoco y confundir a la amiga con la hermana enemiga y ellas, recelosas, tampoco se prodigan en holas y buenos días. Hay un vecino obcecado en saludarlas pero todavía no lo ha conseguido. Su repertorio evitativo es variado: latigazo cervical, cruce de acera con tirabuzón o llamada ficticia son los trucos más utilizados.

Cuando tenían quince, en las fiestas del barrio, una ligó, o al menos eso parecía, cuando se fue a un apartado con un compañero del instituto. La otra, llena de envidia, les siguió para no perder ripio de lo que pasaba. En el trance previo al beso fue descubierta por la pareja y todo lo que podía haber pasado se torció. El chaval dejó la escena abruptamente y ella, la gemela que acababa de perder toda esperanza en dar su primer beso, marchó a casa rebotada. La espía celebró como un triunfo el fracaso de la otra.

La dicha de una es el tormento de la otra. Festejan las derrotas de la contraria. Como el aficionado del Barça que sigue los partidos del Madrid con el propósito de verlo perder. Una postura cuestionable pero, por veces, tan gratificante como la victoria propia. Y en esas están, ahora más pellejas, desayunando a palmos de distancia con sus cabezas pensando en su reflejo, enfermas de quererse mal.

Son una rémora la una para la otra y viceversa. No viven por no dejar vivir. Ya mueran sus padres, ya vivan cien años, que no dejarán la casa para torpedear la dicha de la contraria. Porque, tal vez, aquí esté el fundamento de su singular relación. Es un pulso, donde, como en todo pulso, quien da el brazo a torcer, pierde. Así que aguantan, tercas, con una mala baba perfeccionada con los años. Con tal de no darle el gusto a la contraria, qué no harían.

En mayor o menor medida, cada cuál fabrica en su vida su némesis, rival al que enfrentarse. Hay quien dedica más tiempo a dotar de contexto y profundidad a su doble ideal, quien lo alimenta y entrena para que cada intercambio sea más feroz. Porque no son pocas las personas que emplean tiempo y dedicación en esta afición de cultivar un gemelo odiado. Aunque las vidas, como dijo un día Mar, sean un transitar de islas que muchas veces no vuelves a pisar, la némesis aguanta el paso del tiempo. Permanece. Los recuerdos sobre ella se repasan y se proyectan futuros donde el peor escenario posible es el único que se contempla. Pocas personas pasean más por nuestras cabezas que los antagonistas que hemos elegido y moldeado a nuestro gusto.

Las gemelas no discuten porque llevan años sin hablarse. Sus padres han probado con terapeutas especializados en relaciones de pareja pero sus herramientas han resultado inútiles en este caso. Por lo menos, no comparten habitación como hicieron hasta la adolescencia. La madre decidió convertir el cuarto de las labores en la habitación de la menos preferida. La favorita se quedó con el cuarto que hasta entonces fue de ambas.

La madre aspira a que algún día arreglen su relación y sea, por lo menos, cordial. Que se saluden, que tengan una conversación intrascendente, tomen un café en una terraza. Dicho esto, si solo puede quedar una, que sea ella. La que se quedó sin beso, la que pesa las manzanas. A los ojos de la progenitora, ella no es mezquina. Podrá ser seca, borde a veces y no muy guapa, pero es buena persona. En la otra sí que intuye un deje de maldad. También es suya, pero, la quiere diferente.

El padre deja que los días pasen y evita tomar partida por ninguna. Está incómodo pero es capaz de convivir con ello sin perder horas de sueño. Al principio, fantaseó con un tercer descendiente, a poder ser un niño, que arreglaría la situación. Sus deseos no fueron escuchados y ahora asiste imparcial y despreocupado a cómo avanza la historia.

Dedicamos mucho tiempo en pensar en personas a las que hace años que no vemos, con las que ni podemos hablar porque ya no tenemos su contacto. Si esto fuera poco, muchas veces estas personas no fueron más que una anécdota en nuestras vidas, en un gráfico, un minúsculo punto que se pierde en el plano general. Las némesis tienen una naturaleza extraña, se nutren desde la lejanía, de una forma elementalmente imaginada. El único plano en que se desarrollan es el mental. En lo material son solo fotos antiguas, mensajes guardados en cajones o en servidores de gigantes tecnológicas, prendas de ropa en el fondo del armario. Son nuestras novelas más personales que nunca compartiremos por vergüenza a que, por azar, estas némesis vuelvan de su retiro, se hagan reales de nuevo, y den en la librería con la portada de esta autoficción que protagonizan. Imagina a la tuya comprando un ejemplar de tus meditaciones íntimas sobre ella. Qué violento.

Las gemelas aúnan las dos dimensiones de la relación más enfermiza. Se odian en el pensamiento y se tienen cerca, podrían tocarse, constatan a diario que son reales, pellejo y hueso. Tienen la confirmación constante de la tesis.

La resolución a esta vida dedicada al odio imaginado y palpable aún no está clara. Como no son violentas, la idea de que se apuñalen con el cuchillo jamonero es improbable. Un envenenamiento sí sería más factible. Igualmente efectivo que la puñalada, con la dosis adecuada, la artífice optaría por un crimen menos físico, a juego con su personalidad reservada y tendría opción de sentarse en primera fila para ver el desenlace. Todo elucubraciones. La vía del asesinato, salir en las noticas con lo titulares amarillistas poniendo el foco en la relación tormentosa de dos gemelas que se odiaban, es harto improbable.

Gana enteros la opción conservadora. Los padres mueren siguiendo el orden natural de los acontecimientos. Al poco, una de ellas se encuentra mal, visita al médico, pero el diagnóstico llega tarde, el tratamiento no funciona, y las gemelas pasan del plural al singular como quien pasa la página de un periódico. De pronto, no hay némesis en la que pensar. Mejor dicho, sí la hay, pero ya es inevitablemente mental.

Porque uno no teme igual a las personas imaginadas que a las reales. En el desarrollo de la némesis, que se trabaja en remoto y donde rara vez se materializa el encuentro fuera del universo ficticio que has rumiado, es esa posibilidad, esa entre un millón de que un martes estés paseando de camino a casa, de vuelta de hacer un recado, y os encontréis, lo que eriza la piel.