viernes, 10 de enero de 2025

Némesis

Desconfían la una de la otra. No pasa un día sin que despierten con la inquietud de qué es lo que piensa la contraria. Las gemelas aún viven juntas. Comparten hogar con sus padres, mayores pero autónomos. Ambas trabajan, así que no es el dinero el obstáculo para dejar la casa familiar. El motivo es que no se fían la una de la otra y quieren vigilarse de cerca. En las comidas en las que comparten mesa se sientan frente a frente.

Nacieron un día extraño, un quince de agosto en el que cayeron del cielo bolas de granizo del tamaño de cerezas. Un día después, los termómetros llegaron a los treinta y cuatro grados. Tal vez, fue esta llegada al mundo con tanto contraste meteorológico lo que las dejó destempladas para siempre. Esquivas con los demás desde su primer día en el colegio, solo se aguantaban la mirada entre ellas. Sin embargo, esto no respondía a la esperable amistad fraterna propia de quienes comparten vientre. No se tragaban. Tardaron poco en darse cuenta. El día en que su madre les dio un helado a cada una, ya concluyeron que si la otra no estuviese tendrían el doble de helados, el doble de ropa, de atención, de cariño, de todo.

Las gemelas trabajan en el Mercado de México. En una frutería y en el servicio de limpieza. Llevan veinte años sin llamar la atención, cada cual con sus labores, sacando adelante el día a día en la plaza. Los habituales las conocen por lo que son, las gemelas, pero son tan ramplonas que si un día intercambiaran sus trabajos nadie se daría cuenta. Aún con todo, en lo laboral funcionan y sus puestos nunca han corrido peligro. Veinte años de mecánica repetición, de cojo la fruta, peso la fruta, cobro la fruta; de barro el suelo, friego el suelo.

Alguna amistad tienen, cada una las suyas, pero se da una situación curiosa. Fuera de sus trabajos, vestidas de paisano, apenas son distinguibles. Nadie las saluda por no caer en equívoco y confundir a la amiga con la hermana enemiga y ellas, recelosas, tampoco se prodigan en holas y buenos días. Hay un vecino obcecado en saludarlas pero todavía no lo ha conseguido. Su repertorio evitativo es variado: latigazo cervical, cruce de acera con tirabuzón o llamada ficticia son los trucos más utilizados.

Cuando tenían quince, en las fiestas del barrio, una ligó, o al menos eso parecía, cuando se fue a un apartado con un compañero del instituto. La otra, llena de envidia, les siguió para no perder ripio de lo que pasaba. En el trance previo al beso fue descubierta por la pareja y todo lo que podía haber pasado se torció. El chaval dejó la escena abruptamente y ella, la gemela que acababa de perder toda esperanza en dar su primer beso, marchó a casa rebotada. La espía celebró como un triunfo el fracaso de la otra.

La dicha de una es el tormento de la otra. Festejan las derrotas de la contraria. Como el aficionado del Barça que sigue los partidos del Madrid con el propósito de verlo perder. Una postura cuestionable pero, por veces, tan gratificante como la victoria propia. Y en esas están, ahora más pellejas, desayunando a palmos de distancia con sus cabezas pensando en su reflejo, enfermas de quererse mal.

Son una rémora la una para la otra y viceversa. No viven por no dejar vivir. Ya mueran sus padres, ya vivan cien años, que no dejarán la casa para torpedear la dicha de la contraria. Porque, tal vez, aquí esté el fundamento de su singular relación. Es un pulso, donde, como en todo pulso, quien da el brazo a torcer, pierde. Así que aguantan, tercas, con una mala baba perfeccionada con los años. Con tal de no darle el gusto a la contraria, qué no harían.

En mayor o menor medida, cada cuál fabrica en su vida su némesis, rival al que enfrentarse. Hay quien dedica más tiempo a dotar de contexto y profundidad a su doble ideal, quien lo alimenta y entrena para que cada intercambio sea más feroz. Porque no son pocas las personas que emplean tiempo y dedicación en esta afición de cultivar un gemelo odiado. Aunque las vidas, como dijo un día Mar, sean un transitar de islas que muchas veces no vuelves a pisar, la némesis aguanta el paso del tiempo. Permanece. Los recuerdos sobre ella se repasan y se proyectan futuros donde el peor escenario posible es el único que se contempla. Pocas personas pasean más por nuestras cabezas que los antagonistas que hemos elegido y moldeado a nuestro gusto.

Las gemelas no discuten porque llevan años sin hablarse. Sus padres han probado con terapeutas especializados en relaciones de pareja pero sus herramientas han resultado inútiles en este caso. Por lo menos, no comparten habitación como hicieron hasta la adolescencia. La madre decidió convertir el cuarto de las labores en la habitación de la menos preferida. La favorita se quedó con el cuarto que hasta entonces fue de ambas.

La madre aspira a que algún día arreglen su relación y sea, por lo menos, cordial. Que se saluden, que tengan una conversación intrascendente, tomen un café en una terraza. Dicho esto, si solo puede quedar una, que sea ella. La que se quedó sin beso, la que pesa las manzanas. A los ojos de la progenitora, ella no es mezquina. Podrá ser seca, borde a veces y no muy guapa, pero es buena persona. En la otra sí que intuye un deje de maldad. También es suya, pero, la quiere diferente.

El padre deja que los días pasen y evita tomar partida por ninguna. Está incómodo pero es capaz de convivir con ello sin perder horas de sueño. Al principio, fantaseó con un tercer descendiente, a poder ser un niño, que arreglaría la situación. Sus deseos no fueron escuchados y ahora asiste imparcial y despreocupado a cómo avanza la historia.

Dedicamos mucho tiempo en pensar en personas a las que hace años que no vemos, con las que ni podemos hablar porque ya no tenemos su contacto. Si esto fuera poco, muchas veces estas personas no fueron más que una anécdota en nuestras vidas, en un gráfico, un minúsculo punto que se pierde en el plano general. Las némesis tienen una naturaleza extraña, se nutren desde la lejanía, de una forma elementalmente imaginada. El único plano en que se desarrollan es el mental. En lo material son solo fotos antiguas, mensajes guardados en cajones o en servidores de gigantes tecnológicas, prendas de ropa en el fondo del armario. Son nuestras novelas más personales que nunca compartiremos por vergüenza a que, por azar, estas némesis vuelvan de su retiro, se hagan reales de nuevo, y den en la librería con la portada de esta autoficción que protagonizan. Imagina a la tuya comprando un ejemplar de tus meditaciones íntimas sobre ella. Qué violento.

Las gemelas aúnan las dos dimensiones de la relación más enfermiza. Se odian en el pensamiento y se tienen cerca, podrían tocarse, constatan a diario que son reales, pellejo y hueso. Tienen la confirmación constante de la tesis.

La resolución a esta vida dedicada al odio imaginado y palpable aún no está clara. Como no son violentas, la idea de que se apuñalen con el cuchillo jamonero es improbable. Un envenenamiento sí sería más factible. Igualmente efectivo que la puñalada, con la dosis adecuada, la artífice optaría por un crimen menos físico, a juego con su personalidad reservada y tendría opción de sentarse en primera fila para ver el desenlace. Todo elucubraciones. La vía del asesinato, salir en las noticas con lo titulares amarillistas poniendo el foco en la relación tormentosa de dos gemelas que se odiaban, es harto improbable.

Gana enteros la opción conservadora. Los padres mueren siguiendo el orden natural de los acontecimientos. Al poco, una de ellas se encuentra mal, visita al médico, pero el diagnóstico llega tarde, el tratamiento no funciona, y las gemelas pasan del plural al singular como quien pasa la página de un periódico. De pronto, no hay némesis en la que pensar. Mejor dicho, sí la hay, pero ya es inevitablemente mental.

Porque uno no teme igual a las personas imaginadas que a las reales. En el desarrollo de la némesis, que se trabaja en remoto y donde rara vez se materializa el encuentro fuera del universo ficticio que has rumiado, es esa posibilidad, esa entre un millón de que un martes estés paseando de camino a casa, de vuelta de hacer un recado, y os encontréis, lo que eriza la piel.

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