Suenan voces en la iglesia. Son salmos que elevan los ánimos de la parroquia, que exaltan los sentimientos de la comunidad. Las almas de los presentes se zarandean siguiendo la cadencia que marcan las melodías del coro de voces blancas que esta mañana canta en la misa. Dentro de unos años tendrá otros integrantes. Se trata del eterno ciclo de reinvención de los coros de niños. Cuando la madurez alcanza su aparato fonador, se convierten en pájaros que vuelan a otros quehaceres. Es habitual que esta metamorfosis lleve aparejada una cruel bienvenida a la adultez. No solo la voz ha mutado en una versión desmejorada de uno mismo. Son arrebatados de su más preciado tesoro, la ingenuidad. La vida se deshace de su mascarada para mostrarse tal y como siempre había sido, pero apenas intuyeron.
Al terminar la misa, los coristas se reúnen con el director para hacer un repaso de la actuación, dedicando más tiempo a señalar los pasajes en los que tienen mayor margen de mejora. Cuando han acabado, se deshace el grupo, y cada uno se dirige a su casa o busca la mirada vigilante de sus padres, si es que han venido a escucharles. Es en ese momento, cuando Marta se queda unos segundos junto al director. ‘No encontramos a Fran’, dice en voz baja. ‘No sé si te has dado cuenta, pero cuando nos has dado la charla ya no estaba’. El director, profesor de instituto acostumbrado a tratar con niños, intenta calmar a Marta. ‘Tranquila, se habrá ido con sus padres después de la última canción’. ‘No creo, mira, allí están sus padres esperándolo’, apuntilla la pequeña.
Un señor jubilado, madrugador donde los haya, se sienta en un banco a tomar un respiro. Ha exprimido la mañana del domingo como pocos. A las seis ya estaba en la cocina preparándose el desayuno, un café con barcos de pan duro. A las seis y veinte se secaba la cara después de lavarla con agua fría y se daba dos gotas de colonia en el cuello. Ya en el descansillo, se ataba los cordones de las zapatillas deportivas y cerraba la puerta de casa con dos vueltas. A las ocho estaba lejos, muy lejos de su casa. Apenas despuntaba el día y él llevaba hora y media andando sin descanso. En el bar del muelle se tomó un segundo café y pasó distraído las páginas del periódico. Pagó y puso rumbo a su casa. En el camino de vuelta compró una barra de pan. A las once, ya en el pueblo, cuando se empezaba a intuir el edificio donde vivía, se paró en ese banco. Repasó de cabeza sus citas de la semana próxima. Un médico el miércoles, el reumatólogo, y un concierto el viernes en el auditorio municipal. Le esperaba una semana sin sobresaltos.
‘Señor, ¿qué hora es?’, pregunta un niño con la respiración agitada. El hombre giró su muñeca izquierda, haciendo resbalar el reloj hasta sobresalir de la manga de la chaqueta del chándal. ‘Las once y cinco. Y, aunque no te lo creas, ya me ha dado tiempo a dar un paseo de tres horas que me dejará en el sofá después de comer un buen rato. La batería no me dura como antes, pero, ya es bastante, ¿no crees?’. ‘Gracias, señor’, suelta Fran antes de salir corriendo por el camino que lleva a la estación de tren.
‘Bueno, no tienen de qué preocuparse, pero no encontramos a Fran. Marta me ha avisado al terminar el concierto de que él ya no estaba. No sabemos dónde ha podido ir. En realidad, ha sido al terminar la charla cuando me ha dicho que no estaba, pero ella se dio cuenta de que ya no estaba cuando la empezamos. Al terminar, aprovechando que estamos en caliente, me gusta que hablemos de cómo ha ido la actuación’. Los padres digieren como pueden las palabras del director. Sin duda, podrían haber sido más acertadas. Es difícil estar a la altura de los guiones de Hollywood que con precisión y sin titubeos expresan las emociones más complejas. Sin embargo, es extraño que las personas corrientes en estas situaciones, en contra de lo que sucede en la ficción, hagan gala de una lengua ágil y una literatura memorable.
La estación no tiene tornos en los accesos. Una máquina para dispensar billetes de manera desatendida y la buena fe de que no te cueles. Solo hay una línea operativa los domingos y pasa cada hora. El próximo tren parará en la estación en veinte minutos. Podría haber sido peor. Fran lleva el dinero suficiente para no infringir las normas y saca un billete de ida hasta la última parada de la línea. Se apresura en ponerse en la zona más alejada de la entrada en la estación para pasar desapercibido. Si sus padres acertasen hacia dónde ha huido les daría tiempo a llegar antes de que se suba al tren.
Los padres consiguen mantener la calma y piensan en los siguientes movimientos. Lo primero es avisar a la policía. Después, convocan a las personas que todavía están a la salida de la iglesia para pedirles ayuda. La mayoría se ofrecen para buscar en las inmediaciones. Quienes no conocen a Fran escuchan cómo la descripción de la madre: el color de su pelo, la ropa que lleva, su lunar sobre el labio. Entonces comienza la batida. Llama la atención la tranquilidad con la que todo se desarrolla. No hay escenas de gritos desconsolados ni de ataques de ansiedad. Marta se une en la búsqueda junto a sus padres. Aunque no tenga más información que el resto, se siente culpable por haber sido ella quien ha desencadenado todo.
El tren pasa más tiempo parado que en marcha. Es la seña de identidad de los trenes de cercanías que se detienen en cada pueblo y que apenas aceleran a la salida de la estación, ya están reduciendo la velocidad porque se aproximan a la siguiente parada. Fran sigue concentrado en no llamar la atención. No es extraño ver a un niño de su edad solo en un tren pero tampoco pasa por ser lo más común. Así que evita mirar a los ojos del resto de pasajeros, sobre todo por miedo a encontrarse con alguien conocido. Él quiere mantenerse anónimo hasta que llegue a su destino.
El equipo de búsqueda que se ha formado de manera improvisada para buscar al niño avanza y se dispersa en todas direcciones con la intención de encontrarlo lo antes posible. En este tiempo donde abundan las series basadas en crímenes reales es saber popular que las primeras horas son clave. Una de las madres de los compañeros del coro se está encargando de preguntar a quienes pasan la mañana en el parque que hay junto a la iglesia. Un señor vestido con un chándal se acaba de levantar en dirección a su casa cuando ella le pregunta: ‘¿Ha visto a un niño con el pelo castaño vestido con vaqueros y camiseta blanca?. El señor no entiende bien la pregunta, hasta que cae en el chiquillo que hace un rato le ha preguntado la hora. ‘Sí, hará una media hora, sobre las once, un niño como el que dice me ha preguntado qué hora era?. ‘¡Venid aquí! ¡Este señor ha hablado con Fran hace poco!’. El entusiasmo dura poco, hasta que el hombre añade que no hablaron nada más. Él se quedó en el banco descansando porque venía de dar un paseo muy largo y el niño se fue corriendo después de dar las gracias.
Un coche de policía acababa de llegar y los agentes se estaban presentando al director del coro cuando recibieron la noticia de que alguien había visto a Fran después de la misa. Uno de los agentes se dirigió rápido hacia el lugar del que venía la esperanza. Interrogó al señor, que ya estaba cansado de tanta interacción social. No se había levantado a las seis de la mañana para ser el centro de atención. ‘No seré yo sospechoso o algo de que no aparezca, ¿no?’, preguntó cuando le invitaron a que estuviese disponible a lo largo del día por si hacía falta que fuese a comisaría a prestar declaración. ‘En principio, no, puede usted comer tranquilo y echarse la siesta. Solo le pedimos el teléfono por si la búsqueda no finaliza de la mejor manera y tenemos que hablar con usted una última vez para dar forma al informe. Pero, esperamos no tener que llamarlo’.
Ajeno a todo el jaleo que se ha formado en el pueblo, Fran llega a su destino. Tira el ticket al salir de la estación y entra en la panadería que está en la esquina. Compra un barra de pan y una napolitana de jamón y queso. Escaparse da hambre. Está más tranquilo que cuando inició su huida. Aquí nadie le conoce. Come el bollo mientras pasea junto al río. Se ha nublado el cielo pero todavía no llueve. Hay puestos de productos artesanales y de ropa en el paseo del río y se entretiene mirando las camisetas de fútbol del top manta.
Los padres de Fran ya han hablado con la policía. Como no tiene móvil, no pueden rastrear de ninguna manera dónde está, pero les transmiten la tranquilidad que necesitan en este momento. Es un niño sociable, no es problemático, no tiene antecedentes en el colegio de maltrato y, lo más importante, hace una hora estaba en el pueblo, así que muy lejos no ha podido ir. Manejan la hipótesis de que se está escondiendo por algún motivo que desconocen pero que volverá a casa cuando tenga hambre. Es una rabieta que ha ido más lejos de lo habitual pero que no tendrá mayores consecuencias. Está claro que esto es más fácil de decir para los agentes que de escuchar para los padres. Sin embargo, se mantienen coherentes con su primera decisión, mantener la calma.
‘Hola, vengo a ver a mi abuela. Se llama Remedios Pérez’. ‘Espera un momento, voy a preguntar dónde está’. En la entrada a la residencia hay un par de butacas pero prefiere esperar de pie. No tarda en hablarle de nuevo la recepcionista. ‘Está en el patio con las amigas, ve con ella’. Fran está nervioso, sabe que ha hecho algo mal. Al mismo tiempo, siente que donde está, con su abuela a su lado, nada malo puede pasarle. Se siente nervioso pero a salvo. Le coge la mano a su abuela, que estaba en duermevela sentada en su silla de ruedas. ‘Abuela, no quiero hacerme mayor’, dice sin preámbulos y la abraza.
‘Lola, no te vas a creer lo que me ha pasado hoy de la que volvía del paseo. Ha desaparecido un niño y resulta que yo soy el último que lo ha visto. ¿Te puedes creer? Era un chaval normal, trece años o así. No sé si habrá alguna noticia publicada en el diario sobre el tema. Igual es pronto’. La perra ladra y agita la cola, contenta de ver a su dueño de nuevo.
‘Me da miedo hacerme mayor, abuela. No quiero que me salga barba. El otro día estaba en un ensayo con el coro y me salió un gallo. Eso es que me está cambiando la voz. El año que viene no podré cantar en el coro de niños, me pondrán con los mayores. Y me da rabia, abuela. ¡No quiero hacerme mayor de repente!. ‘Cariño, dímelo a mí, que me cambió la voz ya varias veces. No debes estar triste, hacerse mayor es un viaje precioso’.
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