Dejo mi puesto de trabajo a alguien que lo aprecie. De un tiempo a esta parte he pasado de valorarlo a pensar en él como el principal motivo de todos los males, ya no solo míos, sino del mundo. He resuelto que lo mejor será adelantarse a la previsible explosión no controlada. Así me ahorro ser recordado como aquel que un día entró en combustión, sentado sobre la silla, mirando la pantalla del ordenador con apatía, e hizo venir a los bomberos para evitar que el fuego tomase todo el edificio.
La opción de elaborar una despedida más acorde al ámbito de la empresa, unos párrafos ampulosos hablando de lo humano y de lo divino agradeciendo a todos su labor en estos años y poniendo de relieve su papel en mi crecimiento personal, la deseché pronto. Como un profesor dijo en su día parafraseando a alguien, aunque seguramente esto fuese una licencia estilística, “una excusa es una equivocación bien vestida”. Los días en los que la sonrisa era mi carta de presentación al llegar a la recepción quedan lejos. Porque está claro que los hubo, que mi relación con mi puesto no ha sido insoportable desde el principio, responde a un proceso de maduración y desencanto con la canónica estructura en tres actos de fascinación, comodidad y desapego.
Fascinación
Los muebles son relativamente nuevos, están en buen estado, y el equipamiento informático es de gama alta. Hay café y otras bebidas a disposición de los trabajadores, además de fruta variada. El clima laboral es cordial y las responsabilidades están en consonancia con el sueldo. Todo proceso es nuevo y desafiante. Aprendes a trabajar con nuevos programas informáticos, las jerarquías de poder, las manías y las miserias de los compañeros.
En comparación con experiencias anteriores, este trabajo tiene sus ventajas, como la flexibilidad horaria y las horas extra remuneradas. Tengo opción de aparcar el coche en la puerta y si algún día siento un par de horas antes de que llegue el momento de terminar la jornada que estoy de más, puedo irme a casa y empeñar ese tiempo en tomarme una caña o preparar la comida. Idealizas a algunos compañeros atribuyéndoles cualidades extraordinarias, su pasión te fascina y en parte se contagia. Das crédito a las proclamas del jefe apelando al esfuerzo y la excelencia.
Eres el primero en postularse cuando el jefe de departamento busca un voluntario para la tarea que nadie quiere hacer. Incluso, se da el caso, de que cuando te piden el favor de pasar una tarde por un comercio del centro para hacer una compra para la empresa ni te planteas que has caído en su trampa. Te tienen como quieren, anestesiado por ese clima de buen rollo que te somete sin que seas consciente.
Un ejemplo más. Coges tus primeras vacaciones en la empresa y en el parking del aeropuerto recibes una llamada del trabajo. Sin dudar, coges el teléfono y olvidas durante el tiempo que haga falta que estás de vacaciones.
Comodidad
La silla se ha hecho a la forma de tu culo. El reposabrazos baila y por desidia no ajustas el tornillo que hace falta para que quede como es debido. Asumes que algunos problemas del día a día, insignificantes por lo general, tomen el cariz de irresueltos y, aunque se vuelva sobre ellos una y otra, y una y otra vez, nunca acaben por solucionarse. Los procesos de trabajo y las tareas se automatizan a tal extremo que ahora la novedad se evita para no poner en cuestión la apacible calma. Descubres los vicios de los que se sientan a tu lado. Si alguna tarea no se resuelve en tiempo y forma se relativiza el fracaso. No va la vida en ello, la próxima saldrá mejor. Y si no es así tampoco es para tanto, la medianía es un estado mental apacible en el que rara vez se sufre.
Por fin eres consciente de que ninguno de tus compañeros estará nunca en la carrera por el Nobel. Son gente corriente sin ningún atributo extraordinario y, si me apuras, a pocos les dedicarías tu tiempo si no te estuviesen pagando por hacerlo. Son un paisaje humano confortable por lo conocido. Es la mera repetición lo que les ha hecho tolerables.
Desapego
Te sientas frente al ordenador y en una mañana de trabajo abres la página de El Diario Montañés diez veces, aunque sea para constatar que no ha pasado nada. Las palabras del amado líder ya no las aceptas a pies juntillas y cuestionas su sentido. Piensas en lo difícil que es promocionar y en que ahora haces más cosas que las que deberías por lo que cobras.
Te duele una muela y agotas todo resquicio legal para poder ausentarte aunque sean unas horas. Escurres el bulto y escaqueas tus responsabilidades en cualquiera. Un día el despertador falla, llegas dos horas tarde y no te pones ni un poco colorado.
A propósito de las fruslerías en el comedor, no son más que un ardid para ganar tus favores. La fruta más barata del mercado, el peor café del universo. Aunque siempre puedes hacértelo tú mismo, ¿no? Sí, y convertirte en el camarero encubierto de la oficina. Mejor abrevarse con la pócima de otros.
Lo dicho, lo dejo, ya he dado lo mejor de mí en esta empresa. Espero que la persona que ocupe mi puesto tarde menos en completar el ciclo fascinación-comodidad-desapego y ponga sus energías en otro empleo.
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