martes, 26 de noviembre de 2024

El rey del solomillo

Los domingos, la mayoría de restaurantes retiran de su oferta el menú del día. Los más considerados con la economía de su clientela lo reemplazan por un menú ‘fin de semana’, algo más caro, puede que algo más sofisticado, y no les obligan a pedir de carta. Los domingos, además de más gente en la lista de reservas, también son más entre fogones. Damarys hace de refuerzo como pinche de cocina los fines de semana. Con lo que gana de esta manera y algún que otro curro puntual que le pueda salir, subsiste. Comparte piso con otras dos mujeres, todas treinteañeras y sin hijos. Hoy es domingo y Damarys no ha ido a trabajar.

Rocío, encargada de ‘El rey del solomillo’, le ha enviado un par de mensajes antes de que comience el primer turno a la una y media. También ha llamado, sin éxito, a Damarys y a otra compañera con la que tiene una relación más estrecha -o eso piensa, les ha visto hablar de temas ajenos al trabajo alguna vez-. En un momento dado ya no quería contactar con ella por motivos laborales, para ser domingo, la situación estaba bastante controlada, una lluvia fina pero incansable llevaba cayendo desde el día anterior, desincentivando que el comedor se llenase y podrían resolver la jornada con una trabajadora menos; si no para quedarse tranquila. Después de una hora detrás de ella se resignó y ocupó con el trabajo el espacio donde se instalaba esa inquietud.

Como son solo dos los días que trabaja Damarys en el restaurante, no ha tenido tiempo de desarrollar ningún vínculo significativo con los demás trabajadores. Con algunos habla más, como con Raquel, a quien llamó infructuosamente Rocío, pero únicamente porque ambas fuman y suelen salir juntas para hacerlo acompañadas. Lleva seis meses en esta última etapa como ayudante de cocina, aunque hace un par de años ya estuvo en este establecimiento en una situación contractual similar. Ciñéndonos a estos últimos seis meses, veinticuatro semanas (semana arriba, semana abajo) ha trabajado unos cincuenta días. Y cincuenta días en los que el ritmo a veces es frenético y no sacas ni diez minutos para darte un respiro. Normal que no haya hecho migas con nadie.

Su experiencia en la hostelería es extensa. Ha pasado por la mayoría de puestos comunes que se desempeñan en un restaurante ‘tipo’, que cierra un día a la semana, con un comedor de unas veinte mesas que se llenan únicamente los fines de semana y que durante el resto de días funciona más como un bar/cafetería que no renuncia a tener la cocina abierta en las horas centrales del día y servir algún menú o plato combinado. Ha sido camarera, maître, friegaplatos y ayudante de cocina. Desde que salió del curso de hostelería de Las Carolinas, en cada lugar en que entra le piden algo distinto. Por épocas su dedicación al trabajo ha sido total, pero últimamente está cansada de estos horarios tan esclavos. En la balanza pesa más la oportunidad de hacer algo con su vida que no sea trabajar.

Por fortuna o por desgracia, según el día escoge una vertiente u otra, no tiene que preocuparse por nadie más que por ella misma y, compartiendo piso con otras dos personas, en lo económico, las cuentas cuadran fácil. Desde hace medio año, los sábados y domingos son sinónimo de ‘El rey del solomillo’ por 500 euros al mes. Si tiene la necesidad de completar el sueldo cubre tres o cuatro noches al mes a un amigo en un bar de copas los jueves o viernes que este no tiene muchas ganas de estar detrás de la barra pero quiere abrir. Si es necesario, que hay meses que con el restaurante ya tira. Pocos vicios, ninguna carga…

Eran las cinco de la tarde y la cocina había cerrado hace una hora. El salón comedor se había vaciado, limpiado y se estaba preparando para las cenas. Damarys seguía sin aparecer y no había manera de contactar con ella. Rocío dedicó entonces unos minutos a pensar qué podría haberle pasado. El día anterior había ido a trabajar como de costumbre. Llegó a las once y se marchó a las diez. Los sábados, la diferencia de afluencia entre la comida y la cena era menor. Bien se podían haber hecho ayer 80 servicios para comer y 60 para la cena. Se fue en moto, una moto urbana de estas que por precaución, más que por motivos legales, no sale a la autovía, pero robusta y perfecta para la ciudad.

Después de indagar, Rocío consiguió el teléfono de una de sus compañeras de piso. Ayer no llegó a casa a la noche. Tampoco era extraño, tenía pareja y los fines de semana, aunque saliese tarde del trabajo, quedaban a menudo y, las más de las veces, dormían juntos. ¿Su número? El de Raúl no tenía, pero sabía su usuario de Instagram. Rocío se sorprendió de la singladura que había que recorrer para llegar a contactar con alguien. Insistió y la otra compañera de piso, que había atendido a la conversación desde un segundo plano silencioso, se lo dio.

Su novio no aportó nada a la causa por encontrar a Damarys, no sabía nada. Esta semana no habían hablado por un motivo o por otro y ayer no tenían previsto encontrarse. Su relación estaba estancada, los dos tenían la edad idónea para plantearse un movimiento, pero no vivían juntos, ninguno avanzaba ficha y estaban instalados en la nada.

Dos días después Rocío llamó a la policía. Desde que hace quince años empezó como gerente del restaurante, habían desfilado, sin problema, un centenar de trabajadores, pero nunca había estado tan preocupada por ninguno. No se había enfrentado a una situación sobre la que tuviera tan nula capacidad de acción. La policía le conminó a ir personalmente a hablar del caso y en comisaría tomaron las notas pertinentes después de una entrevista vertebrada por un formulario estándar para estos casos.

Pasaron diez meses sin tener noticias de Damarys hasta que, azarosos son los domingos, un grupo de monjas acudió al restaurante. Al hacer la reserva no habían anunciado su condición de religiosas y cuando Susana resultó ser Sor Susana, a todo el mundo le pilló desprevenido. Un grupo pequeño, la fe no vive un momento boyante. Todas mujeres. Tan pintorescas resultaban, vestidas con el hábito, que se vieron obligadas -aunque nadie les preguntó- a comentar el motivo de su visita a ‘El rey del solomillo’. Celebraban que una de sus novicias quemaba etapas como postulante y su entrada en la congregación parecía no tener vuelta atrás.

Ella era Damarys, quien había añadido en los últimos meses la repostería a sus habilidades profesionales en la hostelería. Aquella noche de sábado, volviendo en la moto, decidió parar a medio camino a tomar algo. Solo un algo que llevaba la moto. Sin entrar en detalles, acabó la noche fuera de casa y a la mañana siguiente no le merecía la pena pasar por su piso. Así que donde estaba, bajó a hacer tiempo la hora escasa que quedaba hasta que empezase su turno. Pasó por una iglesia de reciente construcción y su grotesca fachada le fascinó. Entró. Eran las diez y comenzaba una misa, así que se quedó para comprobar si todavía recordaba algún rezo, si sabía -sin mirar al resto, que entonces todo el mundo sabe- cuándo hay que estar en pie y cuando sentado durante un oficio. Se quedó allí los cuarenta y cinco minutos que duró.

Al terminar no cogió la moto y se apresuró al trabajo. Preguntó al cura cómo podía inscribirse, los trámites o lo que fuera necesario para formar parte de esa causa. Él le remitió a un convento en Oruña de Piélagos. Unas hermanas llevan allí una buena labor, comentó el diácono. No dudó, a la hora de comer ya estaba conociendo a la congregación de Las Carmelitas Descalzas. La llamada era más apremiante que la de Rocío. Su móvil se había quedado olvidado en un cajón donde dejó todas sus pertenencias al llegar al complejo religioso y nadie advirtió los zumbidos del teléfono vibrando contra la madera.

En el encuentro en el restaurante, casi un año después, la encargada no daba crédito. Se interesó por los motivos que le habían llevado a tomar esa decisión y Damarys respondió con un silencio interminable. Imagina una vida dedicada al espíritu con aroma a pasteles, pensó.

martes, 8 de octubre de 2024

Segunda vida

En mi trabajo me encargo de una tarea original. La compra de torsos. Torsos humanos. La compra no es caprichosa. Todo parte de la rotura de stock en nuestro catálogo de cuerpos donados. Los utilizamos para la formación de sanitarios de especialidades quirúrgicas. La donación del cuerpo no es lo mismo que la donación de órganos. De hecho, ambas son incompatibles como he podido leer. “No se podrá aceptar la donación en las siguientes circunstancias… si en caso de ser también donante de órganos, se han retirado diferentes órganos para su trasplante”. Los cuerpos donados se destinan a la investigación y la docencia, mientras que los órganos se donan para tener una segunda vida en un nuevo recipiente.

El proceso es complicado porque hay muchas partes implicadas. La primera es la compañía proveedora de los especímenes. Es así como les llamamos en los correos para evitar palabras más duras como cadáver o muerto. Con ellos tenemos el primer contacto y detallamos en la solicitud los requisitos del finado que buscamos: sexo, IMC, cirugías tolerables y excluyentes. Cuando tienen al candidato, nos envían sus detalles clínicos relevantes y nosotros, con la supervisión de quien dirige el curso donde se usará, aprobamos o rechazamos su propuesta. En el primer caso, seguimos adelante con el proceso.

Llamamos a la puerta del Ministerio de Sanidad para solicitar la autorización de la importación de la mercancía. Les remitimos los detalles que la empresa nos ha dado. La naturaleza del material hace que se ponga especial énfasis en la trazabilidad de todos los pasos.

Cuando aprueban la entrada del espécimen, compartimos la autorización con el proveedor y con la compañía de transportes que se encarga del envío. Es una transitaria que se ocupa de la logística de traer a nuestras instalaciones un material muy sensible desde miles de kilómetros de distancia.

El proceso suele durar dos meses desde el primer contacto hasta que el congelado llega a las instalaciones donde guardamos los modelos.

Me resultaría más sencillo salir a cazar por la noche los especímenes adecuados para las cirugías que practicamos en los cursos. Las consecuencias legales podrían ser peores pero los quebraderos de cabeza dudo que rivalizasen con los de comprar cadáveres al extranjero.

miércoles, 25 de septiembre de 2024

Apuntes del otro lado

Escribo desde el avión a 37.000 pies de altura. Un pie son treinta centímetros, así que, aproximadamente, doce kilómetros me separan del suelo. La llegada al aeropuerto JFK para el viaje de vuelta a España ha sido algo atropellada y mi madre ha estado a punto de perder los nervios con el conductor del transfer porque íbamos tarde con respecto al horario que nos habíamos propuesto. Al final, la cosa no ha llegado a mayores y, más calmados, hemos entrado a la terminal ocho. Ya dentro, hemos sudado hasta entender el funcionamiento de las máquinas para facturar de manera autónoma pero, cuando pensábamos que lo habíamos conseguido, ha fallado la impresora y hemos llamado a una auxiliar para que nos ayudase. La siguiente parada ha sido el control de seguridad, donde, de unos modos poco corteses, nos han despachado como ganado. La norma en estos casos, supongo, no viajo mucho en avión. Antes de este trámite, he merendado un cuarto de sándwich guardado de la cena del día anterior en The Red Flame. En el duty free del aeropuerto hemos apurado los dólares que nos quedaban. Carmen y yo apenas teníamos dinero y nuestro botín ha sido una bolsa de M&M's. Con esas dos fruslerías, he tirado hasta la cena que ahora espero recibir. Me he decantado por los espaguetis. Nunca he tenido muy claro cómo se escribe esa palabra. Lo mismo con el yogurt.

Cuando aterricemos en Madrid serán las ocho de la mañana, aunque para nuestros biorritmos de los últimos doce días seguirán siendo las dos de la mañana. Hasta que llegue ese momento, bien puedo dormir un par de horas, me vendría bien, pero no quiero obligarme a hacerlo. Estoy viendo una divertida película argentina, ‘Finde’, sobre cómo un a priori fin de semana de desconexión en el campo se convierte en una experiencia terrorífica. Tanto en la ida como en la vuelta hemos volado en un avión Boeing 777-200. Por el momento, todo en su sitio, salió bueno ese modelo.

Yonqui viene de junk, basura. Nueva York del Duque de York, porque en su honor así renombraron los ingleses a Nueva Amsterdam cuando en 1674 dejó de ser colonia holandesa en virtud del tratado de Westminster.

En las calles de Nueva York son dos los sentidos que se ejercitan sobre manera. El olfato y el oído. Huele a comida, a calor, a personas. Suenan ambulancias, gritos, vendedores. Los sordos tendrán una experiencia incompleta del contraste entre una ciudad normal y una de las más populosas del mundo. El tacto también entra en juego. La humedad pegajosa cubre la piel con una capa de sudor de la que no te libras hasta ponerte bajo la ducha del hotel. Igual por eso el aire acondicionado está puesto en todos los sitios al máximo, para secar a los transeúntes y rebajar en lo posible el hedor.

Abundan los perdidos, los desorientados, los yonquis, que, por lo menos en mi experiencia, resultan inofensivos. No atacan si no les desafías con la mirada. La mayoría están drogados. Los menos, ya tocados del ala de manera irreversible, no necesitan de ninguna dosis para alcanzar tal estado de disociación con la realidad. En el metro, un anuncio dice que no es posible saber a ojos vista si equis o y será la cantidad de fentanilo fatal. Hay una campaña contra esa droga que los deja en un mundo paralelo. El número de muertes provocadas desde la llegada a las calles de esta sustancia no tiene parangón. Es uno de los frentes abiertos más importantes en la política sanitaria estadounidense.

En la tele, Lady Gaga es la cara para promocionar un medicamento contra la migraña. Abundan los anuncios de farmaceúticas. Desde la diabetes hasta el VIH, pasando por las cardiopatías o los virus respiratorios. Se intercalan con los de cadenas de comida rápida y los de coches.

Junto a nuestro hotel, que ha cambiado de nombre durante nuestra estancia y ha pasado a ser un ‘Delta’ de la compañía Marriott, hay un edificio que visitan personas en libertad condicional. Van allí cuando les toca y firman en una hoja para, después, cada uno como puede, seguir con su vida. En inglés se dice parole. No soy lingüista pero deduzco que vendrá del francés o el italiano. Suena coherente porque parole es el régimen en el que la pena del preso es hacer acto de presencia y dar su palabra de que no ha vuelto a las andadas. ¿Felipe? Presente, doy mi palabra de que lo estoy haciendo bien.

Entre tanta gente, hemos tenido que cruzarnos con algún multimillonario. Uno de esos que sale en la lista Forbes de los milmillonarios, el billón americano está más barato que el europeo. En el Upper East Side las probabilidades de dicho encuentro aumentan al mismo ritmo del que disminuyen las de encontrar un puesto de comida callejera con hot dogs y pretzels. Entre la tercera y la quinta avenida están Lexington, Park y Madison Avenue. Sus ritmos son más compatibles con la vida que los de Times Square, donde nos hemos alojado.

Manhattan es una isla y se conecta con el resto del mundo por vía terrestre mediante puentes y algún túnel. De los primeros, hemos conocido unos cuantos: Williamsburg, Queensboro, Manhattan, Brooklyn. Túneles sólo uno, el que une desde el oeste con Jersey City. Los metros que hemos cogido en dirección a Brooklyn, otra isla, no son subterráneos. Salen a la superficie y, en un carril propio, cruzan los mismos puentes que los coches, las bicicletas y, si se da el caso, los peatones. De no utilizar estos puentes, me pregunto cómo serían los túneles por los que iría el metro o cómo es el que conecta con el estado de New Jersey. Puede ser un cilindro con la solidez necesaria para soportar el tráfico pero la ligereza suficiente para no hundirse en el río. La otra opción es que sea un túnel como los de las montañas, que se adentra bajo el relieve marino, que imagino un limo viscoso que solo a gran profundidad se vuelve roca. Ambos escenarios son difíciles de imaginar, pero sería precioso que los túneles fueran cilindros flotantes que mágicamente se sostienen sobre sus extremos en tierra firme.

En el metro hay anuncios de ofertas de empleo en el sector de la gericultura. Ofrecen salarios de diecisiete a veinte dólares la hora por un trabajo bastante duro pero poco cualificado. Con unas cuentas básicas de veinte dólares por ocho horas diarias por veinte días de trabajo, te dan 3.200 dólares al mes. En España es un pastizal. Ponte que los 3.200 como cuidador de ancianos es el salario bruto, pero la carga impositiva en EE.UU. la intuyo menor que aquí. Me lo invento, después de impuestos son 2.600 dólares. Sigue siendo un buen sueldo en España pero apenas podrá soportar el ritmo de vida tan caro que la capital del mundo exige. Tendrás que vivir lejos de tu trabajo, tal vez en un área deprimida, comer lo que puedas permitirte, que será comida basura, y renunciar al ocio. Para vivir con unos estándares aceptables pide, por lo menos, cuarenta dólares la hora en tu próxima entrevista de trabajo.

De Nueva York se destacan sus parques. Esta urbe exagerada compensa, en parte, la sobreexplotación del suelo en pos del consumismo con una nómina de zonas verdes muy nutrida. La más famosa es Central Park, una maravilla de parque entre Harlem y Midtown, que delimita en su flanco derecho qué es el este y qué el oeste. Fuimos varias veces todos juntos. Otra ocasión fui yo solo, a las siete y media de la mañana, para correr media hora y poder decir “he corrido por Central Park”. Fue en esa ocasión cuando vi una de las escenas más insólitas del viaje. Una gorra ensangrentada en el suelo, con un generoso charco denso y rojo a su alrededor protegido por un cono de obra. ¿Accidente o crimen? No había policía vigilando. Tampoco morbosos buscando una explicación. Imagino que fue un accidente entre una bici o un patinete eléctrico y un corredor. Además, fui con Carmen el penúltimo día de estancia para hacer deporte, pero esta vez no solo corrí, también hice gimnasia imitando como pude los ejercicios que ella proponía. El reverso brooklyniano de Central Park es Prospect Park. Casi tan grande como el de Manhattan, no tuvimos la oportunidad de visitarlo, quedaba muy a desmano. Sí que estuvimos en Washington Square, Bryant Park -centro de operaciones a lo largo de estos doce días, allí hicimos varias cenas y fue el primer sitio que visitamos al llegar porque nos encontramos un concierto gratuito-, Madison Square Park, Union Square. High Line merece un comentario al margen, porque es un parque longitudinal que ocupa unas antiguas vías de ferrocarril. Está al lado de Hudson Yards, una zona que ha crecido exponencialmente en los últimos años y donde podemos encontrar el restaurante y gran almacén del cocinero español José Andrés, ‘Little Spain’. A los parques, que son muchos más de los que he dicho, hay que sumar los paseos marítimos de sus ríos. No tienen la sombra que dan los árboles, pero cumplen de maravilla con la función de sacarte del agobio de los rascacielos y cambiar el aire asqueroso que sale de las alcantarillas por la brisa. Los parques y los paseos marítimos te reconcilian con la gran ciudad, le lavan la cara al monstruo.

Los Estados Unidos son la cuna de muchas cosas. Así se venden al mundo. De las libertades, de la democracia, de las oportunidades. Estos postulados no los comparto. Pero, si de algo sí son la cuna, es de los emprendedores. Ganadores y fracasados, que de los segundos apenas se escribe al respecto. El conductor que nos recoge al aterrizar no tarda en encontrar la oportunidad para decirnos que este es su side job, un sobresueldo o trabajo secundario para complementar su trabajo principal, que, por lo que entendí, era de administrativo. Para las mentes ultra individualistas y sedientas de dinero, los states son tierra fértil para hacer realidad sus sueños más húmedos. Busca algo que sepas hacer, ponle un precio, y sal a la calle a buscar a quien esté dispuesto a pagar por ello. En las redes sociales ya había visto casos como el del conductor en sus ratos libres. Amantes del dinero por el dinero. Porque si pones la felicidad como premisa última, a nadie le apetece salir de un trabajo para ir derecho al segundo. Y es que, aquí no entra en juego la necesidad, no hablamos del prototípico inmigrante que tiene que aprovechar toda oportunidad para subsistir. Es una clase media con ambición de progresar hacia pisos más elevados. Inconformistas desde la mejor de las perspectivas. Enajenados desde donde yo miro. Su mentalidad es necesaria para que el mundo avance, no es cuestión de acabar con ellos por su iniciativa, es legítima. El peligro es tomar su mentalidad como la panacea y que se convierta en la corriente dominante. La vida soñada no puede ser salir del trabajo para emplear tu tiempo de ocio en un side job. La vida es otra cosa.

Según los libros de historia, en 1620 el Mayflower llegó al cabo Cod, Massachusetts. Años más tarde, cuando la costa este de Estados Unidos estaba ocupada por colonias de las potencias europeas, George Washington declaró la independencia el 4 de julio de 1776 en el Federal Hall de Nueva York mientras se libraba la guerra por conseguirla. Ya en el siglo XIX, entre 1861 y 1865, se baten en contienda unionistas y confederados. Los primeros salen victoriosos con Abraham Lincoln como figura clave en la consolidación del país. Desde ese momento en adelante tenemos las fotografías y el cine para documentar lo que allí ha pasado. Han dominado el mundo. Si acaso, ahora China osa mirarle a los ojos. Han ganado guerras, invadido países, acabado con el Comunismo. Son unos abusones con una historia de cuatrocientos años desde la llegada de los primeros colonos puritanos. Conste en acta, que antes ya había gente, por supuesto, pero la historia occidental poco cuenta de ello y yo no he hecho los deberes por mi cuenta y tampoco tengo ni idea.

Mario García Romo es un atleta español que destaca en los mil quinientos metros. Se ha formado académica y deportivamente en EE.UU., dentro del circuito de las competiciones de atletismo de la NCAA (Asociación Nacional Deportiva Universitaria). Su caso es similar al de Jon Rahm, golfista criado desde su etapa universitaria en el país de las barras y estrellas. Mario García es el único español en la final del mundial de atletismo de 2023 que se celebra estos días en Budapest. Ya el año pasado, en Eugene, en un mundial que se aplazó un año por las restricciones sanitarias a raíz del COVID, quedó en cuarto lugar en una final en la que Ingebrigtsen cedió ante el británico Wightman y el español Katir estrenó su medallero en competiciones internacionales con un meritorio bronce. Pese a haber sido cuarto hace un año y ahora ser uno de los doce contendientes a las medallas, no tengo especial cariño por Mario. Me gustan más otros. En baloncesto, Santi Aldama se fue sin pasar por la ACB a las ligas colegiales americanas antes de debutar en la NBA. Los emigrantes acusan este mal de no ser queridos en la tierra que dejaron. Los vínculos que les ligan a sus compatriotas son más débiles, son primos, no hermanos.

Cada uno encuentra su cruzada en esta vida y vuelve una y otra vez a ese lugar, a ese pensamiento recurrente que le acompaña durante años. Muchas veces, sin saber siquiera muy bien el motivo. En este viaje, la cruzada de mi padre ha sido el uso indiscriminado de envases. Ha elegido un tema bastante anodino para lo que es él pero ha resultado graciosos cómo, a la hora de cenar, nos sentábamos todos juntos y simplemente esperábamos a que gruñera su queja sobre el asunto.

Un amigo ingeniero me ha resuelto la duda de los túneles que atraviesan los ríos o los mares. Se construyen bajo la superficie marina. Después del limo está la tierra sólida, y allí se excava y se hace el túnel del mismo modo en que se hace perforando una montaña.

En las grandes ciudades tiende a darse el fenómeno de que se juntan lo peor y lo mejor de cada casa. Desde los más brillantes en su campo hasta los parias condecorados en la universidad de la vida. En este contexto, las tensiones sociales son altas y se reflejan en las aceras. Esperando un semáforo, un veterano del ejército adicto a las drogas que duerme sobre cartones o, en el mejor de los casos, en un refugio para indigentes, se coloca frente a un joven y prometedor estudiante indio que está a punto de licenciarse en la Universidad de Columbia. En unos años acabará en algún puesto de responsabilidad en una big tech o fundará una start-up que venderá por millones antes de cumplir los treinta. El drogadicto odia al prometedor gurú de la tecnología. Un odio irracional que le electrocuta en el instante en que están el uno junto al otro, en sentido opuestos, tal vez sus vidas no vuelvan a cruzarse. Esa electricidad sacude su hombro para chocarlo contra el pecho del estudiante. Este, pasa por alto el golpe y acelera el paso.

Cuando visitas una ciudad como esta, a la vuelta, las preguntas de amigos y conocidos se multiplican con respecto a otros viajes más mundanos. De esta manera, a fuerza de escuchar tantas veces preguntas del estilo ¿qué es lo que más te ha gustado? -particularmente, la que más aborrezco- o ¿qué te ha llamado más la atención?, acabas por armar un discurso que te sale de carrerilla y cada vez que lo sueltas suena menos espontáneo. Además, está el contraste entre lo que tú has visto y las conclusiones a las que has podido llegar, y las versiones de aquellos que también han estado ese lugar. La confrontación de las sensaciones que ha tenido cada cual siempre son jugosas. Gracias a estas conversaciones, se llega a visiones alternativas que, en algunos casos, enriquecen tu estancia ya a muchos kilómetros de la ciudad en cuestión. La otra cara de la moneda de estas situaciones de puesta en común es lo fácil que resulta que la conversación se convierta en una competición, en un ¡y yo más!, en un ¡te lo perdiste! ¿Y tú ganaste?, no sé muy bien el qué. Cuando las perspectivas que se enfrentan no están equilibradas, por ejemplo, alguien que ha vivido en un sitio frente a quien lo ha visitado; en el primero tiende a aflorar cierta superioridad y siempre pondrá en entredicho los argumentos del viajante. Es posible que haber vivido te dé ventaja en la partida, pero, no es menos cierto, que los ojos del turista miran distinto a los del habitante y, por qué no, pueden complementarse si de conocer una ciudad se trata.

La conclusión que extraes, según mis fuentes, al visitar Nueva York, no puedes extrapolarla al resto de grandes urbes del país. Los Ángeles, Chicago, Philadelphia, Houston, y un largo etcétera, son distintas, según me cuentan personas que allí han estado. Me comentan varios aspectos en los que difieren. Lo poco paseables que son y la necesidad innegociable de tener un coche. Hablan de la sensación de seguridad. Algo que me ha sorprendido es que, pese a los locos y maleantes que ves todo el rato, no sales a la calle con miedo de que pueda pasarte algo. En otros lugares debes tener más cuidado, son menos amistosos con los turistas. Incidiendo en este punto, aludiré a la hospitalidad de los neoyorkinos con los extranjeros. Dentro de lo que cabe, muestran su cara amable con ellos, lleven en el sueldo, o no, poner una sonrisa. No me imagino el mismo trato en el sur profundo donde proliferan las banderas confederadas. A la cuestión de si conozco los Estados Unidos, la respuesta es no. A duras penas, tengo una idea de lo que es su primera capital, su ciudad más poblada y, seguramente, aún hoy en día, epicentro de la economía mundial; más ninguna certeza sobre cómo es la ciudad americana tipo, cuya definición puede aplicarse a otras tantas ciudades con similares características demográficas.

Uno de los primeros días del viaje, una mañana en la que cayeron algunas gotas, mi hermana pasó por una galería de arte a dejar una fotografía de Isabel Muñoz. Le acompañamos hasta el portal, quitándole todo el glamur que podía tener el recado. El edificio, ubicado en Lexington Avenue, estaba en obras. La foto había llegado en perfecto estado protegida por un canutillo rígido, propio para estos menesteres. La galería no estaba a pie de calle, sino que ocupaba un espacio en una de las primeras plantas. Alicia salió contenta después de cumplir con la tarea, aunque no espera que su jefa se prodigue en agradecimientos por ello. ¡Llevar una foto hasta una galería al otro lado del mundo para ahorrarte unos euros de la empresa de mensajería!

Los rascacielos son santo y seña de Nueva York. En los años treinta se erigieron los primeros y el Empire State o el edificio Chrysler todavía hoy siguen codeándose con los más modernos. El más alto es el One World Trade Center y está en el Downtown, cerca del vacío que dejaron las Torres gemelas. El quinto en esta clasificación, el edificio One Vanderbilt, conocido también como Summit, es una de las atracciones más visitadas. Estuvimos allí, subimos hasta la planta noventa y tres y vimos gran parte de la ciudad desde un palco privilegiado. Sentí vértigo los primeros minutos, al llegar y ver ese juego de espejos enfrentados que reflejan y rebotan las imágenes haciendo parecer que el suelo se desvanece. Es curiosa la progresión del título de ‘edificio más alto de Nueva York’ desde que en 1931 se inaugura el Empire State y acaba con la efímera supremacía del Chrysler. Ostenta el récord con 443 metros hasta principios de los setenta, cuando emerge la primera torre del complejo World Trade Center, conocida como la ‘Torre norte’ y una de las torres gemelas. Esta altura tiene en cuenta la antena, pues a la hora de medir los rascacielos se distingue entre su altura con antena y sin ella. Por ejemplo, la torre 1WTC, con sus 527 metros, era reconocible frente a su gemela por su antena de más de cien metros. Cuando estas caen, el Empire State recupera su preeminencia ya con ochenta años de historia. Unos años más tarde, en 2014, vuelve a verse superado por un ‘viejo’ conocido, el One World Trade Center, que le supera con creces con noventa y ocho metros más. Todo el complejo del World Trace Center se renueva desde el atentado del 11-S y los nuevos edificios adoptan los nombres que han quedado vacantes.

sábado, 21 de septiembre de 2024

Anquetil

La carretera serpentea la ladera hasta la cumbre. Ciclistas se cimbrean en sus bicicletas hasta quedarse sin fuerzas y, al ver el cartel de la cima, exhalan un buche de aire final. La sangre bulle en sus piernas y marca unas venas en relieve que dibujan también carreteras que atraviesan de la frente al empeine. Pedalean en cadencias desafinadas. Hay quien es cual tren en Pekín, puntual, la zapatilla sujeta en la cala baja y sube sin estridencias, y está quien es incapaz de encadenar tres envites iguales y parece deshacerse su estructura.

Gran parte de las hazañas en una bicicleta llevadas al papel recurren a la épica en su resumen. Jan Ullrich exudaba una sustancia entre la leche y la sal las veces que sufría. En las grandes vueltas, su piel de miel curtida en veinte tardes era muestra a simple vista de las marcas que deja seguir la rueda del líder. Valverde de perfil se guardaba de miradas indiscretas y su figura famélica daba hambre. La pulga, Vicente Trueba, en la mañana cuidaba vacas y a la tarde se iba en bici a disfrutar de las subidas encadenadas, tan habituales en Cantabria. Ni medía su frecuencia cardíaca ni seguía una estricta dieta.

La grandeza de estas magnas y antinaturales gestas enraiza en la ruptura entre su terrenal armadura: ruedas, manillar y sillín, y la marcianada de sufrir durante centurias en el alquitrán. Las espaldas se arquean de una manera enferma. Cuesta pensar que puedan llegar a la tercera edad unas gentes que durante su vida dedican el día a castigarse.

Existen evidencias para afirmar que el éxtasis al trepar pendientes tan desafiantes paga de veras el tener que sacrificarse hasta la náusea. Si el ciclista deja de ir carretera arriba, y las ruedas alternan su girar, esta se vuelve bajada. Yin y yang. Aunque es entendible que si la cuesta está siempre en pendiente descendiente es tarea muy nimia a quien gusta de llevarse al límite. En fin, las bicis, tan únicas, a la vez accesibles y animales.