Los domingos, la mayoría de restaurantes retiran de su oferta el menú del día. Los más considerados con la economía de su clientela lo reemplazan por un menú ‘fin de semana’, algo más caro, puede que algo más sofisticado, y no les obligan a pedir de carta. Los domingos, además de más gente en la lista de reservas, también son más entre fogones. Damarys hace de refuerzo como pinche de cocina los fines de semana. Con lo que gana de esta manera y algún que otro curro puntual que le pueda salir, subsiste. Comparte piso con otras dos mujeres, todas treinteañeras y sin hijos. Hoy es domingo y Damarys no ha ido a trabajar.
Rocío, encargada de ‘El rey del solomillo’, le ha enviado un par de mensajes antes de que comience el primer turno a la una y media. También ha llamado, sin éxito, a Damarys y a otra compañera con la que tiene una relación más estrecha -o eso piensa, les ha visto hablar de temas ajenos al trabajo alguna vez-. En un momento dado ya no quería contactar con ella por motivos laborales, para ser domingo, la situación estaba bastante controlada, una lluvia fina pero incansable llevaba cayendo desde el día anterior, desincentivando que el comedor se llenase y podrían resolver la jornada con una trabajadora menos; si no para quedarse tranquila. Después de una hora detrás de ella se resignó y ocupó con el trabajo el espacio donde se instalaba esa inquietud.
Como son solo dos los días que trabaja Damarys en el restaurante, no ha tenido tiempo de desarrollar ningún vínculo significativo con los demás trabajadores. Con algunos habla más, como con Raquel, a quien llamó infructuosamente Rocío, pero únicamente porque ambas fuman y suelen salir juntas para hacerlo acompañadas. Lleva seis meses en esta última etapa como ayudante de cocina, aunque hace un par de años ya estuvo en este establecimiento en una situación contractual similar. Ciñéndonos a estos últimos seis meses, veinticuatro semanas (semana arriba, semana abajo) ha trabajado unos cincuenta días. Y cincuenta días en los que el ritmo a veces es frenético y no sacas ni diez minutos para darte un respiro. Normal que no haya hecho migas con nadie.
Su experiencia en la hostelería es extensa. Ha pasado por la mayoría de puestos comunes que se desempeñan en un restaurante ‘tipo’, que cierra un día a la semana, con un comedor de unas veinte mesas que se llenan únicamente los fines de semana y que durante el resto de días funciona más como un bar/cafetería que no renuncia a tener la cocina abierta en las horas centrales del día y servir algún menú o plato combinado. Ha sido camarera, maître, friegaplatos y ayudante de cocina. Desde que salió del curso de hostelería de Las Carolinas, en cada lugar en que entra le piden algo distinto. Por épocas su dedicación al trabajo ha sido total, pero últimamente está cansada de estos horarios tan esclavos. En la balanza pesa más la oportunidad de hacer algo con su vida que no sea trabajar.
Por fortuna o por desgracia, según el día escoge una vertiente u otra, no tiene que preocuparse por nadie más que por ella misma y, compartiendo piso con otras dos personas, en lo económico, las cuentas cuadran fácil. Desde hace medio año, los sábados y domingos son sinónimo de ‘El rey del solomillo’ por 500 euros al mes. Si tiene la necesidad de completar el sueldo cubre tres o cuatro noches al mes a un amigo en un bar de copas los jueves o viernes que este no tiene muchas ganas de estar detrás de la barra pero quiere abrir. Si es necesario, que hay meses que con el restaurante ya tira. Pocos vicios, ninguna carga…
Eran las cinco de la tarde y la cocina había cerrado hace una hora. El salón comedor se había vaciado, limpiado y se estaba preparando para las cenas. Damarys seguía sin aparecer y no había manera de contactar con ella. Rocío dedicó entonces unos minutos a pensar qué podría haberle pasado. El día anterior había ido a trabajar como de costumbre. Llegó a las once y se marchó a las diez. Los sábados, la diferencia de afluencia entre la comida y la cena era menor. Bien se podían haber hecho ayer 80 servicios para comer y 60 para la cena. Se fue en moto, una moto urbana de estas que por precaución, más que por motivos legales, no sale a la autovía, pero robusta y perfecta para la ciudad.
Después de indagar, Rocío consiguió el teléfono de una de sus compañeras de piso. Ayer no llegó a casa a la noche. Tampoco era extraño, tenía pareja y los fines de semana, aunque saliese tarde del trabajo, quedaban a menudo y, las más de las veces, dormían juntos. ¿Su número? El de Raúl no tenía, pero sabía su usuario de Instagram. Rocío se sorprendió de la singladura que había que recorrer para llegar a contactar con alguien. Insistió y la otra compañera de piso, que había atendido a la conversación desde un segundo plano silencioso, se lo dio.
Su novio no aportó nada a la causa por encontrar a Damarys, no sabía nada. Esta semana no habían hablado por un motivo o por otro y ayer no tenían previsto encontrarse. Su relación estaba estancada, los dos tenían la edad idónea para plantearse un movimiento, pero no vivían juntos, ninguno avanzaba ficha y estaban instalados en la nada.
Dos días después Rocío llamó a la policía. Desde que hace quince años empezó como gerente del restaurante, habían desfilado, sin problema, un centenar de trabajadores, pero nunca había estado tan preocupada por ninguno. No se había enfrentado a una situación sobre la que tuviera tan nula capacidad de acción. La policía le conminó a ir personalmente a hablar del caso y en comisaría tomaron las notas pertinentes después de una entrevista vertebrada por un formulario estándar para estos casos.
Pasaron diez meses sin tener noticias de Damarys hasta que, azarosos son los domingos, un grupo de monjas acudió al restaurante. Al hacer la reserva no habían anunciado su condición de religiosas y cuando Susana resultó ser Sor Susana, a todo el mundo le pilló desprevenido. Un grupo pequeño, la fe no vive un momento boyante. Todas mujeres. Tan pintorescas resultaban, vestidas con el hábito, que se vieron obligadas -aunque nadie les preguntó- a comentar el motivo de su visita a ‘El rey del solomillo’. Celebraban que una de sus novicias quemaba etapas como postulante y su entrada en la congregación parecía no tener vuelta atrás.
Ella era Damarys, quien había añadido en los últimos meses la repostería a sus habilidades profesionales en la hostelería. Aquella noche de sábado, volviendo en la moto, decidió parar a medio camino a tomar algo. Solo un algo que llevaba la moto. Sin entrar en detalles, acabó la noche fuera de casa y a la mañana siguiente no le merecía la pena pasar por su piso. Así que donde estaba, bajó a hacer tiempo la hora escasa que quedaba hasta que empezase su turno. Pasó por una iglesia de reciente construcción y su grotesca fachada le fascinó. Entró. Eran las diez y comenzaba una misa, así que se quedó para comprobar si todavía recordaba algún rezo, si sabía -sin mirar al resto, que entonces todo el mundo sabe- cuándo hay que estar en pie y cuando sentado durante un oficio. Se quedó allí los cuarenta y cinco minutos que duró.
Al terminar no cogió la moto y se apresuró al trabajo. Preguntó al cura cómo podía inscribirse, los trámites o lo que fuera necesario para formar parte de esa causa. Él le remitió a un convento en Oruña de Piélagos. Unas hermanas llevan allí una buena labor, comentó el diácono. No dudó, a la hora de comer ya estaba conociendo a la congregación de Las Carmelitas Descalzas. La llamada era más apremiante que la de Rocío. Su móvil se había quedado olvidado en un cajón donde dejó todas sus pertenencias al llegar al complejo religioso y nadie advirtió los zumbidos del teléfono vibrando contra la madera.
En el encuentro en el restaurante, casi un año después, la encargada no daba crédito. Se interesó por los motivos que le habían llevado a tomar esa decisión y Damarys respondió con un silencio interminable. Imagina una vida dedicada al espíritu con aroma a pasteles, pensó.